Usted está leyendo esta nota ahora, no sabiendo si Dios lo llamará a casa antes de finalizar el día: eso es una realidad independiente de si usted puede y quiere reconocerlo.
Deseo recordarle que tanto usted como yo somos pequeños saltamontes delante del Trono de majestad, y que nuestras vidas están en las inmensas manos de nuestro buen Dios y Señor. Ni usted, ni yo, ni ningún otro ser humano puede decir en esta mañana: “hoy no moriré”, y mucho menos, intentando esgrimir razones como: aún soy joven, estoy felizmente casado, aún no creo que sea el tiempo, quiero hacer esto o aquello, ni incluso, porque es consciente de que su casa no está en orden.
Sólo basta observar el ejemplo de Ananías y Zafira para ser recordados de un par de personas que, al ver la llegada del sol en la mañana, jamás pensaron que sus ojos no iban a ver la llegada de la noche.
Sabemos que la muerte es algo inevitable, pues así está escrito; pero pese a que lo sabemos, preferimos no pensar en ella y decidimos mejor ocupar en los afanes del día. El mero pensamiento de tener que dejar a nuestras esposas (o las esposas a sus esposos), nos aflige sobremanera, y pensar en nuestros hijos como huérfanos, nos aterra. Así las cosas, y dado que la muerte es algo que causa dolor al más fuerte, y que tiene la potestad de afligir al que está más firme, solemos mirarla con respeto, evitamos hablar de ella, y más a menudo que no, decidimos en vano erradicar de nuestra mente aquella inevitable realidad: nuestros días son cortos y no sabemos cuál es el límite que Dios ha establecido para ellos.